La tercera entrega de "Toy Story" nos dejó unos cuantos momentos de los que uno piensa que, tras la animación, existe una idea trabajada, destinada para el mundo de los adultos pero envuelta en papel de regalo para los niños.
El malo de la película tiene una justificación plausible. El sentido del abandono, de considerarse prescindible o fácilmente sustituible le ha generado un odio que ya no discrimina entre el bien y el mal.
En la escena en la que nuestros juguetes protagonistas van a morir incinerados en un vertedero, todos se dan la mano ante la muerte inexorable, como si en ese gesto implícito se buscara ese contacto físico de forma de no morir en soledad.
La escena final, en la que Andy regala sus juguetes a una niña, es toda una ceremonia del abandono de la infancia. Los va presentado uno a uno, mostrando un respeto estremecedor de quienes en su día fueron los artífices de parte de su felicidad.
Esa felicidad innata de los niños, capaces de construir un mundo de fantasía de la nada, desde una caja de cartón a una muñeca de trapo...
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