Yvonne Sherratt, docente en Oxford en la actualidad, repasa en la primera parte del volumen las biografías de los “intelectuales” de Hitler, todos del gremio filosófico a excepción del zorruno Carl Schmitt, el famoso jurista que supo otorgar carta de ley a las locuras de Hitler contra los judíos.
Constata así que profesar la filosofía ni garantiza ser buena persona ni predispone a la defensa de lo mejor; los filósofos alemanes, salvo honrosas excepciones, aclamaron a Hitler, expulsaron a los judíos de las universidades y las transformaron en escuelas paramilitares.
Sherratt revela cómo el propio Hitler se creyó a sí mismo un “líder filósofo” —y cómo nadie se lo discutió—. Reitera el tópico de la gran influencia que Kant, Schopenhauer y Nietzsche ejercieron en su formación ideológica, aunque también explica que el dictador era un “genial coctelero” que dejaba los libros a medias, cogía ideas de acá y de allá y las agitaba para que sirviesen a sus ominosos intereses. ¿Hitler, “filósofo”? ¿Capaz de desentrañar la gnoseología de Kant y Schopenhauer? Da risa.
Quienes de verdad le influyeron fueron los antisemitas Chamberlain y Gobineau, paladines del racismo y el darwinismo social. El autócrata se nutrió de sus ideas pseudocientíficas para su Mein Kampf; este libro y el infumable El mito del siglo XX, de Rosenberg —un delirio pseudofilosófico—, cimentaron los pilares teóricos del nazismo.
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