Llegué a casa empapado, pues una lluvia torrencial se había cernido sobre la ciudad. Por suerte solo me agarró a la mitad del camino, ya cuando regresaba a casa del trabajo, como todo buen hombre honesto y común. La ropa se sentía terriblemente fría, me la quité lo más rápido que pude para darme una deliciosa ducha de agua caliente.
Luego de tener bien puesta la pijama, me serví un trago de aquel ámbar, amargo y socarrón, que era casi como decirme a mi mismo “que en paz descanses” antes de dar por terminado un arduo día. Me asomé al balcón para contemplar el escenario, se notaba lo portentosa que podía ser la naturaleza. Las gotas de agua caían rápido, eran gordas como un pulgar y sonaban sórdidas al golpear contra el asfalto, contra los árboles, contra mis ventanas.
Tomé asiento en mi sofá de cuero negro y di dos sorbos pequeños a mi bebida. Cerré los ojos, para dedicar algo de tiempo a escuchar aquella hermosa nana suicida que canta a todo pulmón la lluvia. Esta manía la tengo desde joven, el adormilarme más de la cuenta al escuchar un diluvio despilfarrarse sobre los vivos.
Sin embargo, no logré conciliar el sueño, sino sumirme en un limbo del cual me arrepentiría más entrada la noche. Las divas cesaron su presentación, la cual quedó como solamente una apertura, pues el concierto continuaba con el preludio a la obscuridad que tocaban a estruendos los motores de automóviles que se dirigían a destinos predecibles.
El techo, decían de los hombres, pasó pronto a vestirse con un manto negro y cristales de swarozky, colocándose de prenda principal, sólo un hermoso medallón plateado que utilizaba como pendiente, colgando frágil pero inmutable.
Comenzaron a surcar mi mente diversos recuerdos, de cómo en ese manto se esconden casi perfectos los amores discretos, pero que también de cómo en las partes más engañosas de ese vestido, bailan los ideales mal intencionados. Tragué saliva y esbocé una sonrisa al recordar como intenté yo esconder mis más obscuros deseos, tan obscuros como aquel manto, entre adornos de placeres fugaces, como flores, que de nada se marchitan.
Me embargó un sentimiento de comodidad y desprecio cuando me di cuenta que ciegamente cumplía con la rutina de llegar cansado a casa, como un corazón honesto, a encender las luces artificiales. Luego despertó en mi una extraña decepción, en la medida en que los acordes de aquella noche cotidiana se acercaban a un silencio, pues pensé en como esas mismas luces, atraen a los ojos curiosos de los jóvenes.
Encandilados por los brillos iridiscentes de bombillas multifacéticas, buscan dar rienda suelta a sus instintos, para creer y confiar, como debe hacer un corazón a plena pubertad, que sumergidos en aquella obscuridad, bañada de falsas luces, nadie se dará cuenta de cómo abandonan su raciocinio para comportarse cual verdaderos animales.
Varios arrepentimientos se asomaron a mi mente, para iniciar un redoble de tambores que me ponía los nervios de punta, dejándome ansiedad por el siguiente acorde, queriendo que esa parte terminase.
Pero solo era un anuncio al crescendo que estaba por venir, traído a mí por las sirenas de una patrulla en su ruta de vigilancia común. Volví a sumergirme en lo azabache de la bóveda celeste para recordar como esta te abraza con sus brazos fríos en un gesto de prevención, susurrando mientras disminuyen las notas, que las sombras todo ocultan, mas a luz de una luna inclemente, a nadie logran engañar.
Sueños mal afinados atacaron mi intento de reposar. Imágenes terribles de escenarios pintados de carmín saltaban de aquí para allá en lo más profundo de mi mente, mientras se elevaban estridentes las notas para llegar a un clímax que finiquitaba el interludio con el sonido de un cañón, lanzando rauda una bala al corazón de una tierna amante.
Impotencia, rabia y desesperación eran las notas que daban inicio al final de la presentación. Casi pude sentir como aquel calor se me escapaba entre los dedos y las lágrimas de un idiota muy audaz se derramaban torpes sobre el rostro de un cuerpo convaleciente.
Dicen que la ciudad es una jungla de concreto, dura, gris e inexpresiva. Pero yo pienso que es un laberinto de cristal, donde montones de historias, se pierden y no se encuentran, por más que las paredes, sean transparentes, mas nadie las toca, porque son frías, como los gritos que captaron oídos sordos aquella noche, nadie quería meter sus narices en los asuntos lúgubres que arropa la noche, y lo entiendo, pues allí me dejaron, sin ayuda, con una chica sin vida en mis brazos.
Al culminar mis súplicas y ver al cielo, me di cuenta de que la luna en verdad está muerta, pues sin importar cuantas tragedias contemple desde su alto trono, no se inmuta o cae en mostrar lástima o compasión. Ha visto miles de series con horario de madrugada dónde le arrancan la vida a otros, también donde pequeños, con miles de futuros por delante, se abandonan a si mismos, para nunca reunirse de nuevo.
Digo firmemente que está muerta, porque solo da su opinión de gusto o disgusto ante estas historias, algunas noches hace una cara larga y otras es tan cruel que dibuja en la negrura una sonrisa.
Aquellos de auras malignas, que confían en las palabras del viento nocturno, el cual tiernamente les dice en secreto “todo saldrá bien”, se les olvida que las estrellas son chismosas. Como las sotas del astro rey, van y entregan rápido los mensajes, escuchando esto, el sol pone en marcha su trabajo, haciendo que las notas del final se parezcan mucho a las de la apertura.
La gran bola llameante, baña todo con su calidez, y allí es cuando la sangre de los cuerpos arrancados por la fuerza de la mano de Dios, muestra espléndida sus más vivos colores. Los cadáveres sacan a relucir sus perfumes intensos, pero gratificantes para los más retorcidos y nosotros, los humanos comunes, nos horrorizamos al darnos cuenta de lo que son capaces nuestras manos, cuando creemos que el mundo es ciego a nuestras acciones.
Al tomar las riendas de los hechos, el sol se prepara y cierra la tonada, con la melodía de miles de alarmas, el estruendo de miles de autos y pisadas que marcan el compás del final a este melancólico concierto.
Decide darse un gusto, antes de iniciar con su propia melodía, sirviéndose un fuerte café, que desprende el aroma de nuestras convicciones y propósitos, las cuales nos mueven como autómatas a nuestros propios destinos.
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