Desde el primer momento en que aquella chica entro, me impacto. Trate de evadir su contacto, su mirada, pero ella estaba definitivamente tan cautivada como yo. No había libertad para actuar. La mirada de ella, sus pupilas dilatadas, su cabellera que se batía con mi mirada, me rozaban, su corazón permanecía palpitante en el discreto escote de su pecho. Sudoración provocada y tensión, agrado y placer, culpa y deseo.
Las noches se me convirtieron en agotadoras faenas de insomnio, hubo accidentalmente roces de piel, el temor de que ella me pidiese lo que mas quería evitar. De día me armaba de valor, dejaría que ocurriese la cita, de noche arreciaba el conflicto, la culpa y el insomnio, finalmente la excitación sexual que ya no podía evitar.
Al dormir, las imágenes oníricas se hacían intensamente sexuales. Sentía que la amaba, la besaba y la poseía. Un día, lo inevitable ocurrió. Se sumaron todas las circunstancias, las censuras se derrumbaron y en el esplendor del fuego la naturaleza de los instintos nos empujo a la maravillosa experiencia del amor.
El acto se consumo. A partir de ahí, la tormenta de deseos nocturnos reclamaban el calor de su piel y la humedad de sus labios...
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