La juventud de ahora no tiene la menor idea del trabajo que se pasaba hace unos cuantos años atrás para disfrutar de las mieles de la pornografía. Eso sí era un proceso. Cuando los muchachones de la era del VHS y de las revistas envueltas en celofán procuraban “material para adultos”, debían recurrir a todo su ingenio para adquirir este material.
Bienaventurados quienes tuvieran un hermano mayor en cuyas camas (debajo del colchón), habitaba un harén de ninfas suecas. En aquel entonces no existían los canales ruborizantes de la televisión por cable, mientras que a las pocas salas de cine consagradas a este género las cubría un manto de historias espeluznantes.
Superado el miedo a que una tía anduviera en la videotienda alquilando su peli favorita del momento, sobre el último estante, esperaba Ginger Lynn o una apolillada copia de los retozos de Linda Lovelace. Fuimos pioneros del peer-to-peer y con los amigos del liceo intercambiábamos aquellas cintas de parlamentos que iban al grano “Yeah! Oh, yeah!” y, felizmente, desprovistas de moraleja.
El tiempo no ha derrocado a la sala sanitaria como centro de consulta hemerográfica, el uso del VHS ofrecía mayor dificultad por encontrarse el aparato en la sala. Como un maleante que acecha en su propia casa, esperábamos a que los parientes anunciaran que se iban de paseo para quedarnos a solas. Una banda sonora a punta de sintetizador convertía entonces aquel santo hogar en un burdel frecuentado por misericordiosas mucamas, niñeras/contorsionistas y demás Rapunzeles púbicas.
El mayor problema de la pornografía ha sido siempre dónde ocultarla. Pocos eran los afortunados que contaban con una platabanda de anime en el techo de su habitación; y era un mito que aún perdura que debajo del colchón.
Hoy en día, hasta sin querer queriendo, apenas se teclea en Google cualquier palabra versátil, la pantalla del computador sirve un festín de carne con papa. Ni en los sueños más delirantes sospechamos que la cinematografía de piel podría verse algún día ¡en el teléfono!.
La toallita de mano, eso sí, es un recurso imperecedero que aun hoy perdura, ustedes me entienden, ¿verdad?...
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