Esta tendencia ofensiva desembarcó en América de la mano (mejor dicho, de la lengua) de los conquistadores españoles, propensos a conciliar en su habla la audacia con la desfachatez.
Los españoles, que además de procaces son irreverentes, se cagan en Dios, en la hostia o en las once mil vírgenes varias veces al día.
Citamos en torno a esta afición exclusivamente humana porque, que se sepa, el resto de los mamíferos no se saca la madre entre sí, prefiriendo ventilar sus diferencias a dentellada limpia sin atreverse a profanar la reputación de esas doñitas que, ignorantes de la barbaridades que animan, permanecen en casa meneando un quesillo o remendando la ropa.
Responder con un escueto “¡la tuya!” no califica como desagravio, por lo que se acostumbra lavar la honra materna aminorándole el número de dientes al rufián que ose deslucir el prestigio de la mensajera de la vida.
Porque habrá sujetos que no quieren a su madre, pero ¡ay de quien se meta con ella!...
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