Tendemos a mirar con desconfianza o con conmiseración a la nostalgia campesina que abunda en la generación de nuestros abuelos y, un poco menos, en la de nuestros padres.
Alegamos que esa Edad de Oro de la Venezuela agrícola nunca fue tal, que aquel orden rural mantenía a la mujer encerrada en casa, que aquella vida que ellos idealizan era de miseria, aislamiento y atraso. La vida verdadera, pensábamos de niños y de jóvenes, era la nuestra, urbana, cosmopolita hasta cierto punto, consumista y rápida.
Y ahora, nosotros mismos estamos hablando como nuestros viejos, uniéndonos a ellos en el lamento por un mundo perdido, añorando un país que recordamos moderno pero amable, próspero pero más o menos democrático, un país donde podíamos viajar si teníamos la plata, podíamos rumbear si teníamos el permiso y podíamos acampar en la playa sin mayores peligros.
Tantos cambios nos han vuelto, a nosotros que no tenemos sino 30 ó 40, en ancianos prematuros, quejumbrosos, obsesionados por la memoria de una Venezuela que consideramos enormemente mejor que la actual. Hemos vuelto a la música de entonces, a su moda, a su anecdotario; hemos ido convirtiendo ese recuerdo en literatura, o en depresión, o en temas para evadir el trabajo en las social
networks. Somos una generación precozmente nos
tálgica, que siente y habla como si hubiera sobrevivido, a duras penas, a una hecatombe... o como si estuviera viéndola alzarse sobre el horizonte.
Pero debajo de esa nostalgia de los temas de A-Ha y las hamburguesas de madrugada en la calle, hay una de algo intangible, la otra nostalgia: la de la fe que teníamos entonces, la de lo que sentíamos mientras mirábamos a nuestro alrededor durante aquellos años e imaginábamos que todo eso que teníamos iba a ser mejor.
Sufrimos una nostalgia de una fe desaparecida.
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