En este entretenido ensayo, el popular autor de El mono desnudo nos ayuda a entender el origen animal de nuestras reacciones y comportamientos, y nos demuestra que por mucho que hayamos evolucionado, no hemos dejado nunca de ser animales. Reconocer esta raíz, nos dice, es el paso fundamental para conservar todo lo que hemos logrado.
Cuando las presiones de la vida moderna se vuelven opresivas, el fatigado habitante de la ciudad suele hablar de su rebosante mundo como de una jungla de asfalto. Es ésta una forma colorista de describir el modo de vida en una comunidad urbana densamente poblada, pero es también sumamente inexacta, como puede confirmar cualquiera que haya estudiado una jungla verdadera.
En condiciones normales, en sus habitats naturales, los animales salvajes no se mutilan a sí
mismos, no se masturban, atacan a su prole, desarrollan úlceras de estómago, se hacen fetichistas, padecen obesidad, forman parejas homosexuales, ni cometen asesinatos. Todas estas cosas ocurren, no hace falta decirlo, entre los habitantes de las ciudades. ¿Revela, pues, esto, una diferencia básica entre la especie humana y otros animales? A primera vista, así parece.
Pero esto es engañoso. También otros animales observan estos tipos de comportamiento en determinadas circunstancias, a saber, cuando se hallan confinados en condiciones antinaturales de cautividad.
El animal encerrado en la jaula de un parque zoológico manifiesta todas estas anormalidades que tan familiares nos son por nuestros compañeros humanos.
Evidentemente, entonces, la ciudad no es una jungla de asfalto, es un zoo humano.
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