A diferencia de otras naciones latinoamericanas, en Venezuela los que emigran son los más capaces, por lo general gente de entre veinte y cuarenta y pocos años que se va a estudiar, a trabajar (aunque no sea en su profesión) o a mudar sus empresas a ambientes más propicios.
Es talento que el país ha formado y que está perdiendo, capital humano y económico, justamente la gente que hará mucha falta para reconstruir Venezuela del estado en que está. Muchos más quisieran irse también y no pueden o no encuentran cómo hacerlo. Muchos más se irán en el futuro cercano. Y esto es inevitable.
Irse no es fácil, cuentan todos los que se han ido, ni por lo que se deja ni por lo que se tiene que aprender. Implica alejarse de los afectos. Pero es una prerrogativa de los individuos libres, una de las pocas que todavía nos quedan: la de hacer lo que hay que hacer para vivir en un lugar mejor, levantar en paz una familia, poder poner en práctica lo que uno ha aprendido y aprovechar la etapa más productiva de la vida.
Uno tiene la libertad de vivir en un país donde el mero hecho físico de vivir no esté permanentemente amenazado.
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