Dick Tracy se pregunto de repente.
Era habitual que lo hiciera, siempre sucedía cuando un recuerdo se colaba en su
conciencia estando despierto o, como pasaba con más frecuencia, en sus sueños.
Nuestro personaje de la gabardina amarilla meditaba. No había necesidad de precipitarse. Se recordó que haber
esperado le arrumaría, más temprano que tarde, la sorpresa. No era necesario
que entrara, pero quería entrar. Se respondía así a su propia pregunta.
La persecución había sido larga y
frustrante, intuía que estaba tocando a su fin y él era el único que sabía lo
peligrosa que podría llegar a ser la presa, acorralada en su guarida.
Dick Tracy, ya lo asumía entonces.
No decía nada. Se preguntaba por qué, aunque conocía la verdadera razón. Nunca
ha presenciado el momento luminiscente en que se tiene a alguien dominado y
concentrado en la tarea de crear su muerte.
Era algo que deseaba ver y
experimentar en primera persona. Estar ahí, en el instante en que la razón y la
locura asesina se conjugan en un acto de salvajismo y depravación
extraordinario. No se atrevía a llamarlo curiosidad, era algo más profundo que
ardía en su interior.
Un grito agudo de terror desgarro
la oscuridad que reinaba en el interior de la casa. Dick Tracy visualizaba su
recuerdo. Fue una equivocación, un capricho, un error de cálculo. Él estaba
convencido ahora que debió haber esperado al margen de lo que estaba sucediendo
adentro.
A Dick Tracy, el resultado de esa
noche se le antojaba como un recuerdo que le oprimía el pecho. Respiro hondo,
ya no cabía ninguna posibilidad de una vuelta atrás.
Dick Tracy, sentado en su silla de
ruedas, miraba fijamente los muñones de sus piernas cercenadas ese día…
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