Un San Nicolás de la altura de un niño de tres años que voltea el rostro hacia donde uno camine, parpadea y menea la zona pélvica mientras desde el interior de su barriga irrumpe el eco de una risotada.
Cada mañana aparece en un sitio distinto.
Una vez lo descubrí junto al cloro y el jabón de lavar, al otro día cerca de los cuchillos de la cocina y hoy, lo juro, al pie de mi cama.
Puede que muera de sed o de ganas de ir al baño con tanto bicho navideño moderno suelto a oscuras por la casa, pero hasta enero no salgo de mi habitación pasada la medianoche.
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